miércoles, 19 de noviembre de 2014

Montreal

Se encontraron de casualidad a la salida del cine una noche de marzo; él estaba solo y ella con unas amigas a las que les dijo “esperen un rato” apenas lo vio. Se le acercó lo más pronto posible para evitar que partiera rápido y fuera ya muy embarazoso llamar su atención. “¡Hola!, ¿eres tú?”, le preguntó. él la reconoció enseguida aunque le fue difícil expresar su natural sorpresa, “hola”, le respondió, “¿cómo estás?”, preguntó por inercia. “Tantos años, ¡¿cuántos que no nos vemos?!”, “no sé, serán quince desde que terminamos el cole”, “sí, fácil”, “¿y qué tal?”, “nada, aquí con unas amigas; me hacen una despedida, es que mañana me voy a vivir a Montreal”, “¿en serio?, qué bien”. El poco interés que mostró él fueron en contra de sus cortas expectativas para el momento. Sabía que tenía que no había mucho más que hacer en ese incómodo instante, salvo dejar una pequeña huella antes de su definitiva partida a otras tierras. Sabía también que aquel muchacho estuvo silenciosamente enamorado de ella durante casi toda la etapa secundaria escolar. Decidió entonces hacer una suerte de obra caritativa y, entre verdades a medias y mentiras adornadas, le dijo: “antes de irme quisiera que sepas que tú también me gustabas en el colegio. De verdad, me gustabas mucho; le decía a mis amigas todos los días que quería que me invitases a salir, pero nunca lo hiciste. Quién sabe qué sería de nosotros ahora si eso se hubiera dado, ¿habríamos sido felices?, apuesto a que sí. ¿Qué haces ahora?, ¿te casaste?, ¿tienes novia?, yo estuve a punto de casarme pero el muy infeliz me sacó la vuelta, esto fue hace unos meses. En parte por ello decidí irme definitivamente del país, no, no, en realidad es por eso que me iré, sólo por eso. En fin, cuando a una le pasan estas cosas es cuando se pone a pensar en los chicos que deja en el camino: tú entre ellos; quizás yo fui una tonta, quizás yo debí invitarte a salir a ti, pero bueno, supongo que no hay vuelta atrás, ¿verdad?, ¿qué opinas?”. Él se quedó quieto, mirándola sin mucho esmero a los ojos, luego de un rato sonrió sarcásticamente. Vio de reojo a sus amigas, que estaban lo suficientemente lejos y distraídas; se le acercó, le puso las manos en el hombros y la miró a los ojos, fijamente esta vez. “La concha de tu madre”, le dijo tan firme como tranquilo, y luego se fue, dejándola fría y lista para partir por siempre a Montreal.

viernes, 11 de julio de 2014

Engrudos

Somos como dos pedazos de una vajilla rota, salpicados por la inmensidad de una habitación del mismo color que la loza. Entre esa dificultad casi antinatural es, de hecho, imposible que alguien o algo nos una. Si acaso el viento devenido de los alisos, y que entra silencioso por la ventana, hace cómplice a las fuerzas gravitatorias y juega con nuestras posiciones, tan siquiera permitiendo una visión lejana y borrosa de nuestros cuerpos, o la emisión de sonidos clementes que puedan dibujarnos algún mapa ilusorio en la profundidad de nuestras mentes, burlando nuestras cegueras. Eres, en definitiva, algo que nunca podré tener cerca. Y yo algo que jamás conocerás; para tu dicha, claro está. La diferencia radica, tal vez, en que yo sí te necesito. Soy el trozo no reutilizable de aquella vajilla rota. Porque hay trozos que, aún separados de sus cuerpos de origen, pueden servir como reposición para otros nuevos cuerpos. Yo no sirvo sin aquello de lo que me han separado –siendo en realidad que nunca nos juntaron–, soy un pedazo deforme, icosaédrico, asimétrico y fútil, completamente incapaz de pegar en algún lado; en cambio tú sí; lo que es aún mejor –para ti–, muchos cuerpos se han de dedicar toda la vida a buscarte. Eres independiente y flotas aún sin alas y te deslizas aún sin necesidad de humedad. Reculas y floreces cuando tus deseos lo demandan. Te recuestas sobre el manto exquisito de la serenidad, y esperas tranquila a que esos cuerpos se te acerquen haciendo uso de sus voluntades. Tú no te gastas. Yo no tengo nada más que hacer en este plano tan insulso. Condenado a la más zafia insignificancia, sólo me queda imaginar momentos perfectos que en ningún tiempo se plasmarán en la carne. Pensar que algún día el viento devenido de los alisos hará cómplice a las fuerzas gravitatorias, y que nos unirán en forzada danza. Y que al fin y al cabo alguien o algo se dignará a pegarnos para siempre, condenándonos a la furia de la injusticia: yo contigo, tú conmigo, ¡ves la injusticia! El cuerpo que te tiene –y es que lo más probable es que, si existes, alguien ya fue por ti– y que intentó pegarte a él con sus más fuertes engrudos podría quedarse tan solo como lo estoy yo ahora. Tú, tan útil y flotante, estarías a mi lado. No me culpes. El amor, como este texto, es casi siempre así de retorcido.

viernes, 4 de julio de 2014

Yanae Rupay

A propósito de planificaciones. Se acercan fiestas patrias y todavía ronda por mi mente hacer un pequeño viaje a la sierra, algo que suelo hacer cada vez que me lo permite la rutina capitalina. Mi afición al ande, sin embargo, nunca me ha llevado a escribir algo pretenciosamente costumbrista o indigenista -temo, y de hecho sé que es así, no estar a la altura de lo esperado ni siquiera para alguien de mi incipiente nivel literario. Si se habla de indigenismo o costumbrismo muchísimas figuras peruanas vendrán a nuestras mentes; pediré de favor que los dejen de lado un poco antes de leer lo que sigue. Tomen esto como una solicitud de afecto, no necesariamente de reconocimiento gratuito-, hasta hoy, que inspirado por esos pequeños chispazos de lo cotidiano me reservé un breve espacio en el día y escribí esta corta lírica que bien me gustaría acompañar algún día con una zampoña, una quena o un charango; si acaso conozco a alguien que sepa tocar estos maravillosos instrumentos, o con suerte me enseñe a hacerlo.

Yanae Rupay

Bajas rauda como relámpago en plena tormenta
Yanae Rupay,  musa intacta y misteriosa
Pura vida, amable diosa, vienes y te sientas
A mirarme tiernamente con esos ojos imponentes

Yanae Rupay,  si te quedaras más tiempo
Las cenizas de los muertos ya resucitarían
Una a una yo mismo las armaría y formaría
Regalarte un mundo nuevo y no te tengas que ir

¡Ay, perfecta mujer!, ¡bajas de noche y me miras!
No regales más miradas, te lo pido de favor
La locura me sonríe mostrándome tus dientes
En mis ratos impacientes te pienso sin pudor

Cómo quisiera, mi amada, en mi monte tenerte
Abrazarte fuerte mientras llegan las estrellas
Contarlas con dedicación en la sombra del zarzal
Y besarte en la frente mientras te ofrezco mi vida

Saltas de mis sueños, Yanae Rupay, y llegas aquí
Como ave sin alas de piernas fuertes y hermosas
La cintura lisa donde mi alma se posa
En ti duermo, sin ti despierto, y te vuelves a ir.

martes, 27 de mayo de 2014

Esperando al que faltaba

I

Los romances más memorables de la historia no se construyen de forma natural, se perpetran. Sí, se perpetran como crímenes enfurecidos, plagados de sentimientos, resentimientos y furias. De temores empapados de lágrimas y sudores impúdicos. Se erigen sobre la vergüenza y la crítica comunal. Se hacen fuertes con los asaltos racionales, se embuten con pasión y desenfreno, y se caen únicamente por decisiones individuales devenidas de las más catastróficas consecuencias. Los romances más memorables de la historia, ergo, se inmortalizan por su escándalo, y por esas ansias –o capacidad– de convertir abundantes habladurías en experiencias inenarrables.

Un encuentro común de dos personas en una oficina puede ser un simple comienzo. Un aro en el dedo de una, deseo extremo por el lado del otro. Él, que recién llegó a ese empleo, pregunta si es casada sabiendo de antemano la respuesta. “Sí”, le revelan. Agacha la cabeza y en breves segundos pretende hacer como si nada lo hubiese atormentado. Se nota que miente, pues la mirada lo delata. La mirada del lamento. De la mala suerte. De la puta mala suerte. ¡Por qué esa mujer tan deseable y exquisita tenía que estar atada a otro hombre!, ¿no me pudo esperar un poco? ¡Sólo un poco!, exclama hacia sí mismo. La soledad ataca de forma desproporcionada. Él lo sabe y aprende a convivir con ese estigma. Pasa sus días contemplándola andar por la oficina. Que la impresora. Que los archivos. Que las bases de datos. Ella nota de inmediato cuando un hombre la desea, pues es una mujer madura y completamente realizada. Cree, además, que el matrimonio es constancia de ello. Y deja sentir lo que ella cree con genuina convicción. Lo esparce por el aire y tal seguridad llega a todos con sola respiración.

Él se pregunta si debe hacer algo. Hay mujeres solteras que no le interesan, que no valen la menor reflexión. Él no sabe si ese matrimonio va bien o va mal. Puede que tenga oportunidad con ella, piensa. Entonces, cual látigo inclemente sobre su espalda, recuerda sus principios. Mujer casada es mujer inalcanzable, quiere creer. Curiosamente, eso le atrae aún más. Romper sus manuales, sus miedos, el aro, las barreras, y un matrimonio en el paquete. Luego trata de olvidarla, de ignorarla, pero es inútil. Con sólo verla caminar sus hormonas danzan ansiosas e imparables por toda su carne. Muchas veces terminó en el claustro de un lavado en busca de un escape a sus instintos. Y ella, ella lo sabe bien. Desborda sensualidad cuando lo mira con extraña mezcla de compasión y vanidad. Se gana sus primeras críticas. No debería provocarlo si ostenta un matrimonio feliz, se dice. Es mala, comentan. Él se ilusiona con la sola idea de caer en una supuesta trampa. Quiere ser víctima de su propio descontrol, pues deduce que es el único camino al nirvana.

Una tarde de marzo se arma de valor y le envía un correo electrónico invitándola a salir. Tarda ella en responder el correo combinando crueldad y seriedad. Porque, ¿cómo podría una mujer aceptar salir con un hombre que no fuera su amado esposo? Muchos se lo habían propuesto antes y sólo obtuvieron indolencia o brutales negativas. Con él era distinto. Tenía algo especial, creía. O quizás había detectado a sola vista que la deseaba como ningún otro lo había hecho jamás. Acepta jugarle una partida al peligro. Horas después responde el correo. Acepta la cita. Quedan a las ocho de la noche en el mercado cercano. La idea era tomar un jugo y comer un sándwich. Algo aparentemente inofensivo. No obstante, tuvo que mentirle a su esposo por primera vez en todo su matrimonio, diciéndole que iría a cenar con sus compañeras del trabajo, algo que solía hacer, la verdad. Su esposo le cree, como siempre, y la deja tranquila.

Él la espera ansioso. Había llegado veinte minutos antes, y ella tardó veinte minutos después de la hora pactada. Se saludan, eligen una mesa y se sientan a conversar. Él estaba nervioso y no seleccionaba sus palabras con el criterio acostumbrado. Ella se convence más que nunca de que él mataría por acercarse tan solo un metro, uno más. Le atrae esa idea, y luego le atrae él. Comen y él la mira degustar deseando ser su comida aunque esto le costara la vida. Ella intenta huir luego. Lo hace diciendo que ya debe irse. Él lo entiende, o trata de entenderlo. La ve marcharse en un taxi luego de un tibio beso en la mejilla, mientras imagina que su esposo la esperaba en casa con locas ganas de hacerle el amor, y que se lo haría con esmero para que así se olvidase de posibles pretendientes. Como cada noche. Pues ella es hermosa hasta las nubes, y él un hombre con muchísima suerte.

"Nadie debía enterarse de esa salida inocente".
Nadie debía enterarse de esa salida inocente. Aunque en la oficina las historias se cocinan diariamente y con ingredientes vanos, morbosos. Pero no, ella es una mujer decente. Lleva varios años en la oficina y varios años más de casada. Nunca la relacionan con algún escándalo. Imagen pulcra y bien cimentada. ¿Sería el momento de caer en ello?, todos tenían una cana caída. ¿Pecaría? Él la atrae y cada vez con más fuerza. Las miradas que intercambian por poco los delatan frente al vulgo. La vuelve a invitar a salir, esta vez a tomar unos tragos. Ella rechaza la invitación dejándolo mal parado. No quería arriesgarse a más. Ve que hay un camino largo que seguir con él. Un pasaje atiborrado de púas e injurias. Mejor no desviarse. Le debía lealtad al hombre con el que se casó y que no le falló jamás. Él le vuelve a reclamar a sus dioses. No hay cosa que lo haga sentirse mejor, ni siquiera eso. Y rendirse era la única opción que tenía entre manos.

II

Cierto día de esos extraños se encuentran de casualidad en una reunión nocturna de sábado. Ambos tienen un amigo en común, el dueño del recinto y organizador del evento. Ella había ido sola a la fiesta, pues su esposo estaba cansado de tanto trabajar y decidió quedarse. Él había ido sin tan siquiera imaginar que aquella noche podría pintarse de los colores de sus deseos. Se saludan desde lejos con una sonrisa y movimientos de cejas. Luego trata de ignorarlo cuanto pueda. Mira ansiosamente el reloj para llegar al punto exacto en el que podrá despedirse de su amigo anfitrión sin que este sintiera desaire alguno, y a la vez huir de sus ganas de pecar. El reloj pasa lento. La música suena fuerte, y los tragos, potencias benditas, entran con desmesurada frecuencia. Finalmente se acerca a ella. “¿Bailamos?”. Piensa en hacer lo típico, decirle que está muy cansada y que por ahora no, gracias. En esos segundos que tarda en elaborar su respuesta, él le toma la mano izquierda con delicadeza. Por inercia las piernas de ella se estiran, levantándose y dejando ver la plenitud de su hermoso cuerpo. Él la contempla en silencio pero esbozando una sonrisa repleta de admiración. Van hacia la pista y empiezan a danzar. Ella pone su mano derecha sobre su hombro izquierdo, y él, también con la derecha, toma por asalto su cintura haciendo que ella se acerque unos cuantos centímetros. Se pone tensa y trata de mantener la distancia. Él nota la tensión. “¿Estás bien?”, le pregunta con tono inocente. “Sí, no es nada”. “Bailas muy bonito”, la halaga. “No es nada”, responde entre risas.

Ha llegado la tan esperada hora de partir. Contradictorio lío, en realidad no quiere irse, pero sabe que era lo mejor para todos. “Sé que no vives muy lejos, ¿te puedo acompañar?”. “No te preocupes, ya llamé un taxi”. “Digo, no creo que a tu esposo le guste la idea de que regreses sola a casa”. “Gracias, de verdad, por la preocupación. Pero es un taxista de confianza, amigo de la familia, todo estará bien”. “Al menos déjame acompañarte hasta el taxi, ¿sí?”. “Ya, de acuerdo”. Salen juntos hacia la calle. Él también se había despedido del amigo en común. La fiesta se le terminaba sin ella, ya no habría razón para estar ahí. Una vez fuera, el taxi no tarda en arribar. Caminan unos metros acercándose al auto. “Solía dejar que mis amigas se fueran solas en taxis, hasta que a una de ellas la asaltaron. Le quitaron todo”. “¡Qué horrible!, ¡así está Lima!”. “Por suerte no pasó a mayores”. “Sí, qué suerte. Dentro de todo, digo”. “Perdona, es un trauma que aún no supero; permíteme acompañarte”. “No,  en serio, no te preocupes. Es un taxista de confianza”. “Está bien. Cuídate”. Sube al auto mientras saluda al taxista. Una vez dentro, abre la ventana de al lado. “¿En verdad soy tu amiga?”. “¿Qué?”, preguntó sorprendido. “Nada, olvídalo. Nos vemos en la oficina”. El taxi se marcha. Él queda pensativo.

III

Ese lunes en la oficina ya no fue el mismo. Apenas se sentó en su puesto, le envía un correo electrónico: “no, no eres mi amiga. Y tampoco quiero que lo seas. Entiende esto de la mejor manera posible, por favor”. Ella responde minutos más tarde: “explícame para entenderte, porque nadie me había dicho esto jamás”. “No quiero que seas mi amiga. A mis amigas no las amo. No como un hombre a una mujer”. Esta vez no obtiene respuesta inmediata y el arrepentimiento ronda su mente. ¿Debió ser tan directo?, ¿debió arriesgarse así?, ¿qué pasaría?, ¿y si no respondía y hacía como que eso no pasó?, ¿debía tomar la misma postura fresca?, no, ella no era así. Ella respondería. De algún modo lo haría, sea por correo electrónico, o sea mediante una de sus bellas sonrisas. La espera termina: “creo que tenemos que hablar. Te espero en el mercado a las ocho en punto. No tardes”. Se encuentran en el lugar pactado. Él quiere pedirle un jugo o algo más para comer, ella se lo niega de inmediato diciendo que esto sería rápido. “No quiero que te confundas. Soy una mujer casada. Felizmente casada. Así que, por favor, ya no sigas con esto”. Toma aire antes de decir sus próximas palabras. Sabe que de ello depende el futuro de su relación. “Suficiente premio para mí es, aunque sea, el haberte hecho pensar en romper tus votos. Porque, ¿bajo qué otra circunstancia te habrías tomado la molestia de citarme aquí y ahora?, de haber sido un pretendiente más me habrías hecho entender con tu sola indiferencia. A mí no. A mí me citaste para decirme esto. Y eso me halaga. Me hace feliz”. “Ya no sigas, te lo pido. Todo lo que pudimos haber pensado o sentido quedará enterrado aquí mismo, ¿entiendes?; ¿me entiendes?”. “Sí, claro que sí”. “Gracias”, le dijo suspirando de tranquilidad. “Te dije que te he entendido. No que te haré caso”.

"[...] ¿Se puede amar a dos hombres a la vez?, se pregunta mientras gime impenitente".
No hicieron falta más palabras. Él toma una de sus manos, nuevamente con delicadeza –justo como la noche del sábado–, y besa apasionadamente sus dedos y palma. Su rostro evoca angustia y excitación. Le gusta lo que él hace en su mano, mientras va sintiendo cómo lentamente se humedece su intimidad. Él levanta la visión para ser testigo de ese gesto y calentarse aún más. El mercado ya no existe más, ni los jugos, ni nada. La gente se esfumó de pronto. Son sólo ellos dos. El momento. La desesperación por ya sea acabar con esto rápido, o pararlo intempestivamente y que nunca más suceda. Dos fuerzas diáfanas que se enfrentan en feroz lucha. Una de ellas es más fuerte que la otra. ¿Cuál de ellas se sobrepondría?, lo supieron cuando él usó la mano de ella como cadena, y tiró de esta hasta quedar rostro a rostro. El beso es inminente, y dura lo que dura el infinito de lo efímero. Nada detiene su paso hasta un hotel cercano. Ni siquiera se aseguran de que nadie los viera. Hacen el amor varias horas teniendo como aliados a dos teléfonos móviles apagados. Él disfruta de cada milímetro, cada poro húmedo, cada viento sonoro. Ella prueba el pecado, al fin, en su más alta pureza. Queda encantada. ¿Se puede amar a dos hombres a la vez?, se pregunta mientras gime impenitente. El primer orgasmo con su amante le da la respuesta que esperaba. La noche se iba acabando, aunque apenas caía la madrugada. Ella debía volver a casa. Entre decirle que esto debía quedar tras las paredes del hotel y el aferrarse a sus brazos constantemente, partió ella. Entre el temblor de sus piernas aún entumecidas de tanto éxtasis, y el orgulloso sentimiento de al fin poder amar con fiereza a la mujer más anhelada y prohibida que conoció en su vida, partió él.

Él y ella fueron amantes casquivanos durante meses. En un principio se cuidaban de los ojos murmuradores. Luego ya no tanto. Se dejan ver por las instalaciones de su centro de labores compartiendo amenos minutos de café y conversación. A menudo él le acomoda el mechón de cabello que le suele cubrir parte del rostro. Lo regresa por detrás de su oreja. Ella adora tal movimiento y trata de gestionarlo cada vez que puede, dejándose tocar por él, imaginando que esos palpes eran permitidos y no simplemente espasmos de crueles juzgamientos populares. Él, por su parte, había asumido su papel por completo. El esposo era otro hombre. Él era a lo mucho un ave de paso. Un rayo entre toda la tormenta, un fulgor que debía aprovechar su máximo momento de esplendor y poder. Aunque la sola idea de una irremediable despedida le hace viajar por largos períodos a las profundidades de su gazapo. Eran las reglas del juego y ambos las tenían claras.

IV

Cuando él se enteró de que estaba embarazada, no dudó ni por un segundo que aquel pequeño ser que ella albergaba en su vientre era también suyo. La posibilidad de que haya sido su esposo el procreador le resultaba disparatada; no, nula. Su concepción, asegura él –tratando de calcular de forma somera–, se dio justo durante en un breve tiempo de separación entre los esposos. Por lo que, está más que seguro, el bebé es suyo. Ella aún no se recupera del golpe. Dar cuenta de que espera un pequeño teniendo a dos posibles procreadores le resulta una catástrofe moral. ¿En qué me he convertido?, piensa. ¡Y tanto que critiqué estos casos durante toda mi vida!, se flagela. Él trata de hacerle pasar el temor  con su desbordante alegría. “¡Tendremos un niño, mi amor, un hermoso niño, ya lo verás!”. No la contagia. Ella guarda cauto silencio. “Se lo tendrás que decir”. El silencio sigue siendo su única respuesta en aquel centro médico lejano. “Debo irme”, irrumpió finalmente. “¿A dónde?”. “A casa. Necesito un tiempo”. “¿Tiempo?, ¿para qué?; ¡ya sé!, pensarás qué le vas a decir, ¿cierto?”. “Sí, eso haré”. Luego de un beso corto se separan. Otra vez el taxi esperando afuera, y se marcha.

Él se impacienta. Espera una llamada, un mensaje de texto, o algo que le dé la buena noticia: “Mi amor, ya está, él lo sabe. Ahora seremos libres”. La señal no llega, sólo llegaba la desesperación. Entonces intenta llamarla. Su móvil está apagado. ¿Ir hasta su casa?, ni siquiera sabía con exactitud dónde vivía. Podía averiguarlo, con amigas o amigos en común, quizás, pero sería muy evidente y delator, además de riesgoso en caso su esposo lo recibiera en su lugar. Tampoco quería perturbarla más de lo que ya estaba. Decide calmarse ocupándose en otras cosas. Le gusta mucho escribir. Empezó a escribir sobre ella. Sobre cómo la conoció. Sobre las cosas que pasaron para que pudieran dar inicio a su furtivo romance. De todo lo que sacrificaron para estar juntos. Y, por supuesto, del fruto de aquel desenfreno. Fruto inocente que se formaba en los interiores de su amada. Así, se queda dormido sobre el computador queriendo soñar con la realización tangible de su relato. Al despertar, al día siguiente, mira su teléfono. Sólo una llamada perdida, la de un compañero de trabajo, el único en quien confiaba, a quien le había contado todos sus secretos con ella. No tarda mucho en devolverle la llamada. “Amigo, se acabó. Está embarazada. De su esposo”. “No, no, no, hermano, es mío, el bebé es mío. En este momento ella se lo está contando y dentro de poco quedará libre para venirse conmigo, ¿entiendes?”. “No, amigo, tú no entiendes”. “¿Qué?”. “Revisa la red social, estaré aquí”. Colgó, y así lo hizo, encontrándose con dos hechos espeluznantes. El primero, ella lo había eliminado de su lista de amigos, por lo que él no podía comentar ninguna publicación suya. Y el segundo, que había hecho pública una foto en la que aparecía ella, con sonrisa radiante, junto a su esposo, muy feliz también, rodeándole el vientre con las manos desde atrás. La publicación se titulaba: “esperando al que faltaba, ¡te amamos desde ya!”, y tenía cientos de comentarios de amigos, compañeros de trabajo y conocidos, todos expresando buenos deseos para la feliz pareja. Aguanta ver la foto unos cuantos minutos, hasta que cierra la página y apaga el computador. Luego se saca la camisa y seca sus lágrimas con ella. Hacía mucho calor después de todo.

"[...] allí, donde los recuerdos pesen más que los anhelos, permitiéndole respirar".
V

Un nuevo lunes en la oficina. En el sitio de ella decenas de arreglos florales y otros presentes adornan su sabia ausencia. Él renuncia al empleo ese mismo día, entre murmuraciones y refunfuños. Su jefe no le exige que se quede más tiempo, cómo podría. En realidad, casi nadie se lo pide. Sólo una compañera suya intenta detenerlo poco antes de cruzar la puerta. “No te vayas. Te olvidarás de esto, lo prometo”. Él premió su intento con un sonriente beso en la mejilla, ante la atenta mirada de todos. Luego los miró uno a uno con un poco de resignación, algo de desafío y mucho de tristeza. Antes de que las lágrimas le ganen la partida, sale veloz de la oficina rumbo al destino más lejano que encontrara. Allí, donde nadie lo viera despedazarse entre lamentos y sollozos; allí, donde los recuerdos pesen más que los anhelos, permitiéndole respirar.

domingo, 9 de febrero de 2014

El umbral

Discúlpenme de antemano por el vacío título que antecede a este texto, es que no se me ocurrió otro. Resulta que no soy escritor ni nada de eso, por si lo estaban pensando (aunque precisamente por el título ya era fácil deducir que no lo soy). Soy una persona normal, común y corriente, sin nada especial, de esas que pueden ver por las calles con sólo asomar la cabeza por la ventana de sus casas o desde el auto. No obstante, han de saber la razón por la que estoy escribiendo ahora. Merecen saberlo antes de continuar. Bien, estoy escribiendo esto con una soga bien atada a mi cuello. El otro lado de la soga está amarrado y sujetado en el umbral de una puerta en desuso de este apartamento alquilado. La razón por la que esa puerta está en desuso es porque daba a lo que alguna vez fue un hermoso jardín, me contó la dueña del edificio hace un tiempo, cuando éramos amigos (o al menos nos llevábamos bien), y que después fue destruido y cavado (quién sabe por qué) dejando una zanja enorme, como de diez metros de profundidad, en la que hay mucha basura compuesta por desechos y cosas inútiles que los inquilinos lanzan desde las ventanas aledañas. Es decir, es casi como un gigante tacho de basura oficial del edificio. 

Mi computador está situado relativamente cerca de esa puerta, la cual estuvo cerrada con varios cerrojos para evitar, seguramente, alguna desgracia. Hace unos días logré romper esos cerrojos y abrir la puerta, entonces vi con claridad lo alto que es desde aquí hasta allá abajo, y también la putrefacción que ahí se acumula. En caso de que, al lanzarme para culminar la idea, la soga se rompa, la caída misma podría matarme. Y si no me mata la caída, me hundiré en toda esa podredumbre y de seguro moriré infectado por cientos de enfermedades (aunque no quisiera cargarme todo ese suplicio, la verdad). ¿Debo decirles ya lo que planeo?, sí, planeo suicidarme. No es ningún gusto decirlo pero tampoco es que me esté lamentando de la decisión. Si esperan encontrar aquí un compendio de lamentos o saludos a las personas que quiero de seguro se decepcionarán (si acaso no se han decepcionado ya por mi pésima redacción). Escribo esto sólo porque se me ocurrió. También porque quería ver qué se sentía dejar algo para que los peritos realicen sus absurdas investigaciones luego. Es broma, lo que quería era ver si ahora, al borde de la muerte, era capaz de presentar algo cuando menos sensato. Eso ya lo juzgarán ustedes, claro, para entonces yo ya estaré siendo devorado por miles de gusanos. Pero si se están preguntando por qué he decidido acabar con mi vida, la respuesta es más que sencilla y escapa a casos típicos de depresión o alguna otra alteración mental. Ya lo verán. 

Soy una persona, como dije antes, absolutamente normal. En la actualidad me gano la vida (es gracioso que diga esto cuando estoy a punto de perderla) trabajando de asesor bancario. No gano mal aunque no es que con esto tenga para darme muchos lujos. Si vieran mi apartamento lo entenderían. Cero lujos, sólo cosas necesarias, entre ellas este computador que en realidad era de mi hermana mayor hasta que se lo compré antes de mudarme aquí. Ah, mi hermana. Hace un par de años descubrí que ejerce la prostitución. Pero no, no se equivoquen, no es por eso que decidí suicidarme. Les conté que esto fue hace un par de años, entonces hace un par años me hubiese tirado de un puente o apuntado con un arma en la boca. Lo de mi hermana me dolió, pero no tanto como para matarme. Más dolor me causaron mis padres. Nunca me quisieron, pero tampoco es por eso que quiero matarme, vale aclarar. Verán, somos cinco hermanos y yo soy el segundo. Mi hermana, la puta, es la primera. Tengo un hermano menor que es el tercero, y otras dos hermanas que son menores de edad. ¿Cómo sé que no me quisieron mis padres?, pues basta sólo con ver las muestras de cariño que recaen sobre mis otros hermanos desde que tengo uso de razón y compararlas con las que recaen en mí. Los regalos de cumpleaños también cuentan. El año pasado, por ejemplo, a mi hermana la puta le regalaron un televisor de cincuenta pulgadas, a mi siguiente hermano le regalaron un viaje a Cartagena con todo pagado. Conociendo lo pingaloca que es, se habrá divertido de lo lindo. Mientras que a mis otras hermanitas les obsequiaron entradas VIP para ver a Justin Bieber. Son fanáticas de Bieber, como casi todas las chicas entre quince y dieciséis años que deambulan por Lima. El año pasado ese rosquete vino a mi ciudad y lleno el Estadio Nacional de chicas estúpidas como mis hermanitas. 

Ah, pero olvidaba mencionar mi regalo. Mi regalo fue una tarjeta que decía “Feliz año nuevo, te queremos. Tus padres”, ¿pueden creerlo?, era mi cumpleaños, no era año nuevo. Y además, precisando, esa tarjeta decía “Feliz año nuevo 2008”, mierda, pero si estamos en 2012. Me hubiese molestado menos que dijera 2011 o 2010, pero decía “2008”. ¿Ahora entienden?, pero vamos, como decía, no me mataré por eso. Además, mis padres siempre me dijeron que si no me regalaban cosas tan grandes era porque desde muy joven aprendí a valerme por mí mismo y no las necesitaba, a diferencia de mis otros hermanos, que hasta ahora (salvo mi hermana la puta, aunque esto no la exonera de recibir regalos) son mantenidos por ellos. Y es verdad. Trabajo desde los catorce años. Mi primer oficio fue ser ayudante de cocina. Trabajaba para un chino en un chifa del Centro. Era insoportable, sobre todo cuando sumaba hora por hora, minuto por minuto, incluso, para definir cuánto debía pagarme cada semana. Al final me pagaba una mierda, pero con eso tenía para ir al cine de vez en cuando y comprar uno que otro manga. Me encantaban los mangas y la cultura japonesa en general. A menudo imaginaba que ese chino no era chino, sino japonés, y eso me ayudaba a pasar mejor esos infelices momentos. Pero luego, cuando veía la mierda que me había pagado, volvía a la realidad: era chino. Luego llegó mi segundo oficio, ya cuando tenía dieciséis: fui cobrador de bus. Mi tío trabajaba en la línea Covida-Vitarte, enormes buses rojos que recorrían la ciudad prácticamente de lado a lado; él era chofer y me ofreció trabajar a su lado a cambio de un pago un poco más decente que el del chino, además yo era consciente de que cada vez estaba más cerca la pre y luego lo estaría de la universidad. Sabía perfectamente que no podría contar con mis padres una vez terminara el colegio, aunque en realidad el colegio era nacional; pero está bien, al menos me pagaban los pasajes, los útiles y el uniforme.

En este trabajo aprendí muchas cosas: arquear caja, ordenarme con los boletos, y organizarme como empleado, pero en especial aprendí a pelear. Peleaba casi todos los días con pasajeros de todas las razas, sexos y clases sociales. Peleaba verbal y físicamente con todos ellos. La razón era muy típica: ellos se rehusaban a pagar céntimos adicionales a pesar de que la distancia que recorrían ameritaba incluso más de lo que les cobraba, otros se hacían los dormidos para no pagar y luego, en cualquier semáforo, bajaban a toda velocidad; cuando los atrapaba empezaba la bronca. Y otros simplemente aseguraban haber pagado sin haberlo hecho. Era increíble el cinismo (y el histrionismo) de estos últimos. Muchas veces los rivales me sacaron la entreputa, pero también me supe defender y a veces era yo el que los dejaba malheridos en sus paraderos. Luego llamaban a la policía y los policías me sacaban la entreputa otra vez porque tenían cachiporras. Hijos de su madre, sólo con policías y cachiporras podían derrotarme. Físicamente me hice un toro. Antes era flaco y de apariencia ligera e inofensiva. Pero trabajar en el bus, por alguna extraña razón que hasta ahora no desenmaraño, me hizo fortalecer mi caja torácica hasta volverme casi como un luchador de la WWE. Me encantaba la WWE, por cierto, sobre todo La Roca. Qué peleador. Nunca olvidaré cómo levantaba a mastodontes de hasta trescientos kilos y luego los lanzaba a grandes distancias. Yo intentaba hacer lo mismo con mis oponentes en la línea Covida-Vitarte, pero a lo mucho podía lanzarlos unos cuantos centímetros; además mis rivales no pasaban de los setenta kilos, salvo una vez que me enfrenté a una señora obesa, pero ella no cuenta. Además me derrotó al final.

Los trabajadores (cobradores y choferes) de la línea empezaron a tenerme respeto. Me apodaron ‘el búfalo’, eso fue lo más genial,  pues de verdad lo sentía como el sobrenombre de un luchador. En un abrir y cerrar de ojos, estaba a punto de cumplir mayoría de edad y pasar a planilla. Sería un trabajador oficial de la línea y tendría todos mis beneficios de ley, también una mejor remuneración. Lamentablemente no me aceptaron ese cambio de nivel laboral, pues aseguraron que era muy violento y que eso iba contra la imagen organizacional que querían proyectar. Tonterías. Yo soy muy pacífico, sólo me defendía. Y a pesar de mi entonces enorme caja torácica siempre tuve cara de niño tonto. Además de tener esa cara, desde los quince me abordó el acné y eso daba una apariencia no sólo de tonto, sino también de pajero. Ni lo piensen, no es por el acné que me mataré; además se me fue pasando desde mi primer polvo, lo cual fue algún tiempo después. Hablando de acné, en el colegio teníamos un compañero que se llamaba Heraclio. Estudiamos desde la primaria hasta la secundaria con él. Era negro y muy feo, y como si esto fuera poco a los catorce le brotó un acné infernal. 

¡El peor que vi en mi vida, se los juro!

Su cara se había deformado tanto por los chupos que apenas se le veían los ojos. Es más, si no hubiera sido por sus gigantescos lentes de lectura nunca habríamos sabido ni dónde estaban sus ojos realmente. Su nariz pasó a convertirse en una enorme piña y su bemba era la conjunción de dos llantas rojizas y rebosantes de pus. Se llenaba de cremas diariamente para combatir tal desastre, pero eso no hacía más que darle un aspecto aún más grasiento y nauseabundo. Nosotros fuimos muy crueles con Heraclio. Le decíamos de todo con tal de humillarlo y prevalecer ante él: cara de fresa, quita-hipo, lonchera de gallina (puro grano), piedra pómez, cara de corcho, ¡uf!, muchas cosas. Era tanta la burla y rechazo que generaba su acné, que habíamos olvidado el otro aspecto por el que lo molestábamos años atrás: era negro, como dije antes. Pero ya no era ‘el negro’ Heraclio, ahora era el granoso, el chuposo, el repugnante Heraclio. El terror de la belleza y la burla de todos. Como si los demás hubiésemos sido un manjar. Fuimos crueles con él y además muy desvergonzados, pero éramos chicos y eso nos justifica un poco. También fuimos crueles con el gordo de la clase, con el cholo de la clase y con el pobretón de la clase, pero nunca fuimos tan crueles como lo fuimos con Heraclio. 

Cuando me salió acné, poco después de acabar el colegio, empecé a creer en el karma. Me arrepentí mucho de haberme burlado tanto de Heraclio y de mucha gente con granos que veía por las calles. Pensé que si no me hubiera comportado de tal forma, nunca me habrían salido granos. Felizmente Heraclio ya no estaba en mi vida y no me vio así de chuposo; finalizada la secundaria dejamos de vernos, él se alejó de todos y no era para menos. Luego de algunos años volví a ver a mis amigos del colegio, aquellos con los que me juntaba día a día para malograr la vida de Heraclio; fue en un reencuentro de la promoción. A pesar del tiempo, sus cutis seguían perfectos. Dejé de creer en el karma y deduje rápidamente que yo tenía todo el potencial para ser el nuevo Heraclio. Me alejé de ellos para evitar que entonces me molestaran a mí. Cuando tuve mi primera enamorada se me fueron los chupos. Mi primera enamorada fue antes también la enamorada de casi una decena de chicos en el barrio. Se llamaba Susana. Era una chola agraciada, coqueta, de culo enorme y tetas preponderantes. Sus piernas eran fuertes porque de chiquilla trabajó en una chacra, sembrando y cosechando en provincia. Al llegar a la capital, su familia y ella se olvidaron de sus costumbres y empezaron a adoptar nuestros comportamientos alienados. De hecho, la conocí en una fiesta con el pelo teñido de rubio, pero ya se le despintaba. Aún así me gustó y no sé por qué le gusté, o será acaso que sabía que era casto y quería desvirgarme y apuntarse uno más a la lista. Lo cierto es que tuve que esperar hasta los diecinueve para debutar sexualmente y fue con ella, en el auto de su papá. 

Primero me la chupó y me vine a los doce segundos. Me pareció asqueroso que ella tuviera mi semen en su boca y le pedí disculpas, pero lo tomó muy naturalmente, abrió la puerta del auto, escupió una parte afuera y se tragó otra. Cerró la puerta y continuó. Me besó y ya no me pareció tan asqueroso. Luego esperó a que me reponga, no pasó mucho tiempo porque de verdad estaba muy aguantado y mis testículos tenían esperma hasta para regalar; llevaba mucho tiempo queriendo tener sexo con muchas chicas pero no tenía éxito debido a mi acné (o eso creo). A Susana no le importaron mis granos, los besó y lamió sin remordimientos. Luego se sentó sobre mí, mientras me ponía los senos en la cara y boca, y cabalgó encima de mi miembro erecto hasta que me vine nuevamente, esta vez a los cinco minutos. Finalmente se quitó de encima y me dijo que debía irme porque era muy peligroso seguir haciéndolo en el carro. Que me llamaría pronto. Me fui y no nos volvimos a ver sino hasta dos semanas después. Así fue mi primera vez. Algo fría pero no me quejo. Lo importante es que debuté y ya me había convertido en hombre. Luego de volver a vernos lo hicimos muchas otras veces más. Cada vez que regresaba a casa, del hostal al que siempre íbamos, notaba que mis granos iban desapareciendo uno a uno, era como magia. Las cremas y las pastillas, que tanto se promocionaban en radio y televisión, eran nada ante la vagina de Susana. A los cuatro meses volví a tener el cutis perfecto que tuve de adolescente y ya no sabía cómo agradecérselo. Para ese momento trabajaba como cajero en un súper mercado y me pagaba la universidad. Pero separaba una parte de mi discreto sueldo exclusivamente para comprarle regalos a Susana. Le regalé peluches, rosas, chocolates, aretes y collares. La invitaba a comer a sitios no muy baratos. Ella me pagaba con sexo cada vez mejor realizado. Al parecer, mientras me enseñaba esas artes ella también se iba perfeccionando. Empecé a amar su sexo. Una vez se lo dije – amo tu sexo – y ella se molestó mucho. Pensaba, según me dijo aquel día, que la amaba a ella y no a su sexo. Pero no le iba a mentir. Cómo iba a amarla, ni siquiera sabía lo que es el amor, no podría asegurar algo tan trascendental, ni aunque sonara romántico. Asimismo, ella me dijo que me amaba esa vez, fue la primera y única vez que me lo dijo. Me sentí mal. Ella me amaba a mí y yo amaba su vagina. Nos separamos unos días hasta que me acerqué a su casa a pedirle disculpas. Era una noche de viernes, si mal no recuerdo. Al llegar a su puerta escuché unos ruidos desde su garaje. Toqué la puerta con desesperación. Ella salió muy agitada y por la abertura de la puerta pude ver la silueta de alguien dentro del auto de su papá. Oculté lo más que pude mi decepción y atiné a pedirle disculpas por lo sucedido hace unos días, luego me marché; ella sólo me miró, no dijo una palabra. Al irme, a varios metros escuché el cerrar de su puerta. De seguro no tardó mucho más en volver al auto con aquel tipo. Después de todo, era una buena amante y no podía descuidar algo que quizás era lo mejor que hacía. Me fue infiel y de seguro con alguien que sí la amaba, o eso quise pensar siempre. La otra posibilidad es que me haya sido infiel porque se enteró (gracias a mí, que fue lo peor) de que yo no la amaba y quiso vengarse de esa forma. En ambos casos, la culpa es mía. No me quejo. Ella me hizo debutar y conocer el valor del sexo. Me convirtió en hombre y me quitó los granos. Además gracias a ella me sentía un maestro en la cama. Esa infidelidad no iba a borrar todo lo bueno que Susana hizo por mí. Era justa una separación definitiva que no implique odios ni resentimientos, así que eso intenté conseguir. Con éxito, porque salvo saludos esporádicos por las calles del barrio, no volvimos a tener una conversación.

Luego trabajé como vendedor telefónico de seguros. Ha de haber sido mi trabajo más difícil pero también el mejor remunerado. Dependiendo de las temporadas podía ganar desde dos mil hasta seis mil soles al mes. Para haber ganado antes quinientos soles como cajero en aquel súper mercado, este era un ascenso de proporciones astronómicas. Entonces, volviendo a las mujeres, descubrí que en cuestiones banales como el sexo el dinero manda aún por encima del físico o la limpieza personal. Mi jefe, por ejemplo, era horripilante. Era bajo, obeso y olía a axilas. Siempre estaba sudando debido a su gordura, exponiendo en él una apariencia desaseada. Cuando llegué a aquella empresa supe que era casado, pero a las pocas semanas me enteré de que cuatro vendedoras, tres secretarias y dos recepcionistas estaban vinculadas con él. Mi jefe comisionaba de mis comisiones, aunque suene redundante, y comisionaba también de las comisiones de los otros veinticinco vendedores que tenía a su cargo. No hay que hacer muchas matemáticas para saber que tenía muchísimo dinero. Por mi parte, yo usaba mi plata para viajar mucho. Conocí casi todo el país y algunos otros países. Pocas veces viajé acompañado. Me gusta viajar solo. Debe ser una de las cosas en las que disfruto más de mi soledad. Pero noté también que cuando uno tiene dinero las posibilidades de tener sexo aumentan. Muchas chicas se me acercaron en esos tiempos. Hubo una que se parecía a Susana. Era una vendedora de campo, de esas que salían a ofrecer seguros a otras empresas, tocando puertas y esperando turnos. Si la venta telefónica o por cita era difícil, la venta de campo lindaba con lo apocalíptico. Uno tenía que elegir en una cartera de posibles clientes y caer insistentemente en la empresa objetivo, tratando de convencer a quien sea para que compre el seguro. A quien sea, así se trate del señor que limpiaba los pisos. Eran golpes brutales a la autoestima de manera cotidiana. Y además las comisiones no eran buenas. Sin lugar a dudas, era un trabajo muy sufrido. 

Esta chola se enamoró de mí. Se parecía a Susana, pero esta era mejor. Era más alta y su tinte de cabello era de mejor calidad, pues nunca la vi desteñida por ningún lado. Además se vestía muy bien y usaba perfumes caros, seguramente le ayudaba para vender. Cuestiones de imagen, dirían. Me llamaba todos los días y me contaba sus desventuras;  una vez me propuso salir, pero la rechacé, no sé por qué. Me gustaba. Meses después conoció a mi jefe y empezó a salir con él. A los pocos días dejó la venta de campo. Ya era vendedora telefónica. Y malas noticias para mí: me despidieron. Lo bueno es que ya estaba buscando otras opciones laborales; ya me cansaba tener que rogarle a gente desconocida que me comprara un puto seguro para sus putas vidas o las putas vidas de sus putas familias. Así fue que conseguí este empleo en el que gano mucho menos pero estoy más tranquilo. 

Verán, ser asesor bancario no es tan difícil. Lo único que tienen que hacer es lo que hacemos diariamente y sin esforzarnos nada: mentir. Pero a diferencia de vender seguros, mentir como asesor bancario no es ningún arte. Sólo hay que sonreír siempre aunque en realidad tengamos ganas de escupirle al señor que viene a preguntar por un préstamo, o decirle a la señorita guapa que les encantaría una mamada en lugar de esa conversación financiera absurdamente convincente; y luego explicarles con voz de amigo las bondades del producto en el que están interesados. Señores, cambien esas caras de espanto y repulsión, es lo que hacemos siempre. Ya los clientes decidirán si adquieren o no el producto. Generalmente lo adquieren porque la publicidad de los bancos es la máxima y más edulcorada expresión de la mentira. Quizás es la mentira más adornada y majestuosa que existe. Así, si no los convencimos con la tertulia, llegarán a sus casas y verán la propaganda por TV. Les brillarán los ojos y nos llamarán antes de anochecer. Listo entonces. El banco ya tiene un nuevo deudor al que exprimir y nosotros ya tenemos nuestra comisión y bonificación en el ranking de asesores. De esa forma, se puede colegir que el ranking de asesores es sólo un podio de la suerte. El que está primero es al que le tocaron más clientes débiles que al que está segundo, tercero y así. Quien lea esto pensará que tal vez escribo de envidioso, pero les invito a preguntar en el banco en el que trabajo quién lidera casi siempre este ranking. Sí, soy yo. Y a los primeros nos dan premios, unos útiles, y otros para el olvido. 

Mi último premio fue un boleto preferencial para ver el clásico del fútbol peruano, valorizado en trescientos soles. Lo vendí a quinientos, para ser sincero. No me gusta el fútbol peruano, prefiero el fútbol italiano, pero soy hincha de Universitario. Mi familia entera lo es. Mi papá nos impuso ese hinchaje desde pequeños porque, según él, somos gente de bien y teníamos que ser hinchas de la ‘U’, no de otro equipo. Mi hermana, la puta, es hincha de la ‘U’, mis hermanitas fans de Bieber también lo son, lo mismo con mi otro hermano. Aunque sólo mi hermana la puta ha ido al estadio algunas veces. Nos decía que su enamorado de entonces también era hincha y que le gustaba ir al estadio. Yo ahora pienso que ese enamorado era en realidad un cliente y le pagaba para que lo acompañe. Hay gente capaz de pagar sólo para lucir a una mujer de su brazo. Mi hermana la puta es guapa, es la más bella de mis hermanas, aunque suene injusto considerando que mis otras hermanas son todavía menores de edad. Pero desde ya se nota que no llegarán a ser tan bellas como la puta. Ahora que recuerdo, Heraclio estaba enamorado de mi hermana la puta. Una vez me dijo que se masturbaba pensando en ella. Tiempo después, seguramente cuando se dio cuenta de que no tenía oportunidad alguna con ella, me dijo que era una puta. Puto Heraclio y sus predicciones. Heraclio el chuposo era hincha de Alianza, ante los ojos de la sociedad no era gente de bien, Susana también era hincha de Alianza. Mi jefe, el gordo asqueroso y adinerado, también era hincha de Alianza. Mi papá no tiene razón al decir que todos los hinchas de la ‘U’ son gente de bien, porque mi hermana siendo ramera es hincha de la ‘U’, pero sí tiene razón al decir que toda la gente hincha de Alianza es chusma. Heraclio y Susana hubiesen sido una gran pareja, ahora que lo pienso. Él ya no tendría granos y la hubiese llevado al estadio a ver a Alianza. Serían muy felices juntos. Pero yo soy gente de bien. Estoy solo, no me va mal, y ahora escribo este desordenado resumen de mi vida en este computador.

Pero claro, a estas alturas del texto se estarán preguntando qué demonios me impulsa a suicidarme, si mi vida aparenta no ser tan mala como las de otros suicidas. Otros que quizás nacieron con discapacidades o las adquirieron en el camino; otros que perdieron todo a causa de deudas o acaso los dejó alguna novia a la que amaban mucho. No sé, siempre hay alguien peor que uno. Pero no es típico, lo admito, que alguien relativamente joven y con problemas que no transgreden lo común haya decidido irse para siempre a aquel mundo que nadie conoce pero que algunos incluso se atreven a clasificar como cielo, infierno o purgatorio. Dicho sea de paso, no tengo idea de a cuál de estos sitios iré a parar, si acaso el cristianismo esté en lo correcto. Aquí tienen su respuesta.

Me mato porque mi vida ha transcurrido muy rápido y siento que lo que viene va a ser puro relleno. Es como en algunas películas. A veces se comete el error de empezar con lo mejor y terminar con lo más insignificante. Peor aún, esas mismas películas o series que empiezan bien, y terminan con desastroso aburrimiento, tienen la desfachatez de tener secuelas. Secuelas que son peores que las originales. Una secuela de mi vida sería tener un hijo, por ejemplo. De tan sólo pensarlo se me revuelve el estómago. ¿Traspasarle toda mi mierda a un nuevo e inocente ser sólo con la excusa de “seguir el rumbo habitual de la vida”?, me parece burdo, impositivo y estúpido. Por otro lado, así como no quiero secuelas, tampoco quiero continuar con mi vida sabiendo que lo que sigue va a ser simplemente un trámite. Poniéndolo desde otra óptica (a fin de que me entiendan de la mejor manera y no me tilden de un simple pesimista), tendría muchas más ganas de seguir viviendo si fuera un Heraclio, una Susana o un jefe gordo, promiscuo y asqueroso. Tendría más ganas de reinventarme, de volcarme por completo ante toda una sociedad que me destruyó durante años. Pero no, siempre estuve del otro lado. Del lado fácil. Esto termina siendo, pues, un acto atiborrado de altruismo. Una forma de vengar a los indecorosos del mundo moderno, a los mal vistos, a la gente de mal, a los dueños futuros del infierno y que en realidad le hacen un bien a la sociedad (para que no queden dudas respecto a ello: Heraclio me hizo sentir un adolescente sensacional, Susana me quitó el acné y me hizo conocer el placer de la piel, y no sólo a mí, sino también a decenas de hombres, mientras que mi jefe le dio trabajo a muchas mujeres inútiles que no tenían culpa de serlo). Si bien tuve que luchar para tener lo que tengo ahora, siempre me salí con la mía, y prefiero quedarme con esa imagen de mí mismo antes de que se difumine con la fatuidad de, por ejemplo, una vida conyugal aparentemente feliz y estable. Lo siento, pero eso no es lo mío. Lo mío fue vivir y hacer lo que me vino en gana; ante el hecho de vivir sin esa facultad, prefiero cortar de golpe mi existencia y quedar tatuado en un sencillo recuerdo de portadas policiales. Sin más que agregar, buenas noches a todos. La soga, el umbral, la zanja, la putrefacción, y mi última voluntad a punto de ser cumplida, a diferencia del resto de mi vida, me esperan siempre con los brazos abiertos.

martes, 7 de enero de 2014

El club campestre

Él llegó a la casa de sus padres la mañana de un domingo, en plan de visita. Su familia se alegró de verlo. Lo saludaron y abrazaron con mucha efusividad. Estaban también sus hermanos, las esposas de sus hermanos, y sus sobrinos pequeños. La idea inicial era salir a un buen restaurante y almorzar todos juntos, conversar, bromear, ponerse al día en los chismes, hablar de las proezas de los niños, de sus gracias, y todas esas cosas que hacen las familias cuando van aumentando en edad y en número. De pronto se le ocurrió que en lugar de ir a un restaurante citadino, podrían pasar ese día en un club campestre muy bello que él conocía y al que hacía mucho tiempo no iba. Sumó en silencio, rápidamente, la cantidad de dinero disponible que tenía en su cuenta de ahorros. Supo que le alcanzaría para pagar el paseo en su totalidad. Sería un gran gesto de su parte, algo que valorarían todos, y pensó en las sonrisas de sus sobrinos. Luego, por alguna razón que desconoce desistió de la iniciativa y se adaptó nuevamente a la idea anterior. De alguna forma, tal vez, se arrepintió de aquella intención nonata. Quizás, quién sabe, porque más allá de que tuviera el dinero, dicho gasto no estaba planeado y el dinero podría hacerle falta después para cosas más importantes o urgentes. Además, la idea de almorzar en un restaurante citadino, que era la idea de todos en un principio, no era en absoluto desagradable. De modo que al final fueron todos a un buen lugar sugerido y aceptado por la mayoría.

Una vez dentro, juntaron las mesas, colocaron las sillas y empezaron a compartir su ansiado momento. La comida estaba exquisita y la tertulia, tal y como se esperaba, muy interesante, se iba desenvolviendo con naturalidad entre los asistentes. Incluso los niños, habitualmente inquietos e indomables, se comportaban a la altura de la parsimoniosa reunión. Y todo iba perfecto hasta que la desgracia, siempre invisible hasta manifestarse, jaló su silla y se sentó en la misma mesa sin invitación: el más pequeño de sus sobrinos tragó entero un hueso de pollo que luego se atoró en su garganta. Ante la desesperación de sus padres, el pequeño niño, asfixiado, perdió la vida en cuestión de segundos. Los gritos de desesperación y lamento eran estruendosos y llamaron la atención de todos los comensales, quienes se acercaron a ver lo ocurrido. De un momento a otro, la madre del chico culpó a uno de los hermanos de su esposo por haberle dado piezas de pollo, sabiendo cualquier adulto el peligro que esto podría implicar. Lo culpó de manera directa, violenta y desafiante. El pobre hombre que, efectivamente, le había dado al niño la pieza de pollo ante la insistencia del pequeño, agachó la cabeza y aceptó su culpa, muy asustado y evidentemente arrepentido; pero esto no fue suficiente para el padre del fallecido, quien, muy enfurecido, tomó un cuchillo de la mesa y se lo clavó en el pecho exigiendo justicia por su hijo caído, y asesinando así a su propio hermano, quien cayó de su silla convertido en una pileta de sangre. La sorpresa de los espectadores fue brutal. Ni siquiera alguien había tenido tiempo de llamar a una ambulancia por lo acontecido con el niño, y ya había otro muerto sobre el piso del restaurante.

Ante decenas de gritos de terror, curiosos que se aguantaban los gritos para no llamar la atención, y muchos otros que prefirieron huir, otro de los hermanos reaccionó ante la venganza y le lanzó un puñete fortísimo al reciente asesino. Debido a la fuerza del impacto, el herido perdió el equilibrio y cayó aparatosamente sobre su anciana madre, aplastándola y quitándole así la vida. Al ver toda esta consecución de horripilantes escenas, el viejo padre sufrió un paro cardíaco y murió también, desplomándose sin más. Finalmente, antes de que los hermanos y sus esposas siguieran asesinándose entre sí, y antes de que llegara la ambulancia, llegó la policía. Fueron capturados casi todos los hermanos y esposas que quedaron vivos; en realidad todos excepto él, sí, aquel que tuvo la idea nunca expresada de pasar el día en un club campestre en lugar de llegar a ese restaurante citadino, en el que al final ocurrieron juntas tantas desdichas. No lo capturaron pues, según los testigos, él fue el único que en ningún momento reaccionó, quedándose sentado y quieto mientras todo acaecía frente a sus ojos. Se dice que, tiempo después, terminó de enloquecer principalmente por los recuerdos que nunca dejaron de atormentarlo; que está internado en algún manicomio de la ciudad, y que cuando conversa con su doctor encargado le expone a menudo este discurso tan particular:

“Qué hubiera sido de todos nosotros, doctor, incluyéndolo a usted, por supuesto, si en lugar de ir a aquel restaurante hubiésemos ido a un club campestre donde había montañas rocosas, pisos resbalosos, peligrosos toboganes y juegos, hondas piscinas y piezas de animales con huesos muy grandes para comer. Hubiera sido toda una tragedia, ¿no lo cree usted?, una horrible tragedia. Felizmente algo me dijo que lo mejor era no ir ahí. Algunos lo llaman ‘ángel de la guarda’, yo lo llamo ‘instinto’, doctor, ‘instinto’, y del mejor”.

jueves, 12 de diciembre de 2013

'Pelé' Rodríguez, el '10'

Había dejado sobre la mesa de la cocina, muy contento él, un panetón y un vale para canjear un pavo de cinco kilos.

- ¿Y esto?

Doña Francisca, medio extasiada aún, se preguntaba si aquello era real o una cruel broma de su hijo, normalmente muy bromista. Él sonrió y luego la abrazó manchándola un poco con su sudor. Su padre, don Evaristo, fue testigo de la escena y luego no pudo ocultar su emoción. Finalmente, su joven retoño, convertido cada vez con mejor forma en un futbolista profesional, empezaba a dejar algunos frutos de su esfuerzo. Aunque a los Rodríguez Gómez no les faltaba nada pues eran gente trabajadora, tampoco les sobraba nada en la dispensa, sobre todo en navidad. Pero ahora sí, con lo que había traído su hijo único, ya tenían de qué presumir para fiestas en un barrio donde comer pavo y panetón en esas fechas era algo para ricos.

- Así pues, el año pasado no pude conseguirles nada, pero ahora ya me bajaron algo de sencillo. Ya era hora, ¿no?

Adolfo Rodríguez tenía dieciséis años. Jugaba entonces en la reserva del Sport Boys. Aunque, valgan verdades, era hincha del Alianza Lima. Se había probado varias veces en el club de sus amores, pero la famosa argolla le impedía ser seleccionado, sí, ha de haber sido la argolla, pues el chico era muy talentoso. «Un ‘10’ de aquellos» dirían los viejos conocedores. Te daba la pelota limpita, muy buena técnica, tenía un quiebre endiablado y una velocidad que para qué te cuento. Por todo esto y porque era un zambo algo retaco pero macizo, en el barrio de Castilla lo conocían como ‘Pelé’ Rodríguez. Qué jugador el negro. No hablo de Pelé, hablo de Rodríguez. Y al fin unos directivos tuvieron ojo y empezaron a darle algo de plata los fines de mes, como para que no se desanime.

Se levantaba tempranito todos los días para ir a entrenar al Miguel Grau. Ahí, con el olor a pescado de los amaneceres chalacos, le daba decenas de vueltas a la cancha y luego practicaba táctica y definición con el profesor Jiménez, exjugador del Boys que se ganaba la vida ahora entrenando mocosos. Lo bueno es que en el Callao siempre habrá talento, te digo. A pesar de que ya tenía casi un año entrenando para debutar con la ‘rosada’, no tuvo oportunidades en el primer equipo, y se ganó apenas unas alternancias en la misma reserva. Es que había un chiquillo en su puesto que era titular indiscutible, ¿quién crees?, claro pues, el hijo del alcalde, un tal Alcocer. Pero los directivos sabían que el niño rico pronto se aburriría porque jugaba al fútbol por no tener nada más que hacer en su casa. Por eso retenían a Rodríguez, porque pronto, cuando el otro se fuera, él sería el titular.

Sin embargo, hay que decirlo, no era una situación muy cómoda para él estar detrás de alguien que no era mejor jugador para nadie más que para el alcalde. Así que empezó a evaluar su partida muy en serio. Volvió a probarse en el Alianza y lo volvieron a chotear. Te lo juro, ¿qué pasa con Alianza?, no me lo explico. Ya un poco desesperado se probó en el Cristal, y ahí como que le dieron algo de bola. Lo volvieron a citar para una segunda preselección, pero Rodríguez se desanimó porque en el fondo no le nacía ser celeste. Recibió una llamada de la ‘U’. Uno de sus agentes cazatalentos lo vio en un partido Boys versus Cantolao. ‘Pelé’ entró al minuto ochenta y dos por el hijo del alcalde. Le bastaron ocho minutos para meter dos golazos, uno de ellos de tiro libre, con la pelota bombeadita sobre la barrera, como tanto nos gusta, ¡qué rico gol!, y como si fuera poco le hizo un pase milimétrico al goleador del equipo, quien no perdonó y así voltearon el partido y ganaron, ¿quién era el goleador?, no recuerdo su apellido, pero era un chiquillo que al toque fue promovido (te digo, a los delanteros goleadores sí los promueven al toque, ¿será que es lo que más le falta a los primeros equipos de todos los clubes o acaso es que los venden más rápido y a mejor precio? A la franca yo prefiero a los volantes).
 
Te decía, el agente lo vio y hasta lo grabó con su cámara del celular. Le pasó los videos a la gente de la ‘U’ y entonces lo llamaron pues, ¿tú crees que aceptó?, nada, terco el zambo, no quería saber nada con la ‘U’. Estaba esperanzado en que algún día iba a estar en el Alianza. Dicho sea de paso, casi todos los chibolos de la reserva, sus compañeros de equipo, tenían el mismo sueño. Debe ser que Alianza es vitrina, quizás, no lo sé con seguridad, te soy sincero.

- Me llamaron las gallinas. Ni cagando juego ahí. Prefiero irme al Muni o a algún equipo de barrio. A la firme.
- Hijo, no seas huevón. Yo soy recontra hincha de Alianza, más que tú y todos tus amigos juntos, pero primero está tu futuro. Ya pues, no te vayas a la ‘U’, pero pruébate en Cristal. Ahí puedes hacer carrera y ya luego se te abrirán otras puertas. Pero no seas huevón, en Alianza hay mucha argolla…

El viejo Evaristo la tenía clara. Sabía que si su hijo se quedaba en el Boys no iba a tener futuro. ¿Quién sabía hasta cuándo se iba a quedar el hijito del alcalde?, nadie, compadre. Era una moneda al aire, pues. Y así al mocoso lo invadió la duda y el tiempo siguió pasando.

Al cumplir los diecisiete le pasó lo peor que le podía pasar en ese momento: se enamoró. La chibola era un cuero. Para qué, bien rica. Era hija de un aguatero del club y siempre se sentaba en la tribuna, toda coqueta, a ver los entrenamientos. Muchos se le acercaban pero al final la chibola los choteaba. Parece que desde el principio le había echado el ojo a ‘Pelé’, y ya pues, después de idas y vueltas cayó redondito el muchacho. Pero no vayas a pesar que soy anti romántico o algo por el estilo, ah. El problema no es sólo que se enamoró, sino que la terminó embarrando. Sí pues, la embarazó. Lo peor es que ella no era del Callao, sino de norte chico, de un pueblo llamado Nuestra Señora del Consuelo, entre Puerto Supe y Barranca, cerca del mar. Un lugar recontra humilde, casi un asentamiento humano, para que te des idea. El papá de la chica los ayudó en cierta forma, dándoles un cuarto que le sobraba allá en su pueblo, para que vivan juntos, así que Rodríguez, tan terco él, luego de convencerse de que no tenía futuro como jugador en Lima y resignado a buscar algún otro oficio para mantener sus nuevas responsabilidades, tuvo que dejar a su familia e irse con la muchacha y con su calato aún sin nacer.

Después nació Ramiro. Le puso así por una canción de Rubén Blades, creo, es algo que no recuerdo bien. Ya tenía dieciocho años y había conseguido trabajo como reponedor en un supermercado. Pero no pasó mucho tiempo para que el fútbol lo vuelva a llamar. Es que estaba en su sangre. Se enteró de que en su nuevo barrio había un club deportivo en formación llamado ‘Hijos del Consuelo’. Llegó un fin de semana a la canchita. El equipo estaba en pleno entrenamiento. Habló con el entrenador con la franqueza que lo caracteriza, lo agarró frío y aceptó la propuesta; se probó delante de todos y a todos los dejó boquiabiertos; demostró que a pesar del año de para que había tenido mantenía intacta su calidad técnica y su habilidad como creador. Como era de esperarse, pasó de frente a formar parte del equipo titular. Desde entonces lo vemos ahí, partido a partido. Y el resto de la historia ya la conoces; se hizo la leyenda. Ese ‘Pelé’ Rodríguez. Jugadorazo. El ’10’ que tanto necesitaban por ahí. El negro se volvió un hijo más del Consuelo.
 
***
- ¿Ya viste al nuevo?
- ¿Cuál?, ¿el zambo?
- Sí, ese
- ¡Claro pe’!, buenazo, ¿no?
- Sí, jugadorazo, parece profesional.
- No parece, ¡es!
- Anda…
- Claro, ¿no sabías?, dicen que jugó en el Boys, en la ‘U’, en Alianza, en Cristal, y que hasta tiene experiencia internacional.
- ¡No jodas!, ¿y qué hace acá?
- Para que veas pues…
- Para que vea pues qué. Seguro la cagó por borracho. Típico del fútbol peruano.
- Nada, dicen que era un poco mujeriego y que eso lo estancó. Pero todavía está chibolo, de repente la hace.
- A la firme sí, pero no quiero que se vaya. Juega de puta madre. Estábamos cagados en el interbarrio, y ahora, gracias a él, con un par de victorias más ya estaremos en la final por primera vez en nuestra historia.
- Sí, de verdad que sí. Juega de puta madre el zambo. Ojalá no se vaya nunca.